Insiste un buen número de economistas, neoliberales y de los otros,
en afirmar que la ausencia de algunos valores éticos no ha tenido
influencia en la crisis que padecemos desde 2007. Según ellos, las
crisis se han sucedido a lo largo de la historia y habría que suponer
entonces que los vicios que las causan son consustanciales a la
naturaleza humana.
Tienen razón en afirmar que la posibilidad de desarrollar vicios y
también virtudes es consustancial a los seres humanos, pero convendría
recordar la lección de aquel jefe indígena que contaba a sus nietos cómo
en las personas hay dos lobos, el del resentimiento, la mentira y la
maldad, y el de la bondad, la alegría, la misericordia y la esperanza.
Terminada la narración uno de los niños preguntó: ¿cuál de los lobos
crees que ganará? Y el abuelo contestó: el que alimentéis.
A los economistas neoliberales, y no sólo a ellos, les gusta ignorar
estos relatos y creer que de los vicios privados a veces surgen buenos
resultados para la vida económica y de las virtudes privadas a veces
surgen malos resultados. Por eso prefieren atenerse al viejo dicho “lo
que no son cuentas son cuentos” y asegurar que la economía sigue su
curso sin que le perjudiquen la codicia o la insolidaridad, que
quedarían para la vida privada. A su juicio, quienes mantienen que la
falta de valores éticos perjudica a la vida pública son moralistas
anacrónicos.
No se trata de recordar que los valores morales son efectivos en la
vida pública, sino de distinguir, como hacía Ortega, entre estar altos
de moral o desmoralizados como dos actitudes que posibilitan o impiden
–respectivamente- que las personas y los pueblos lleven adelante su vida
con bien. Qué duda cabe, siguiendo a Ortega, de que una persona o un
pueblo desmoralizados no están en su propio quicio y vital eficacia, no
están en posesión de sí mismos y por eso no viven sus vidas, sino que se
las hacen otros, no crean, ni fecundan, ni son capaces de proyectar su
futuro.
Y a la desmoralización hemos llegado no sólo por lo mal que se han
hecho las cuentas, sino también porque se han disfrazado con cuentos
perversos, como el de la contabilidad creativa, como el de los
controladores que no sacaron a la luz los fallos en lo que supuestamente
controlaban, como las mentiras públicas sobre lo que estaba pasando,
como el empeño en que asumieran hipotecas quienes difícilmente podrían
pagarlas, como la constante opacidad y falta de transparencia, como la
ausencia de explicaciones veraces de lo que estaba ocurriendo.
Cuando a todo ello se suma que las presuntas soluciones vienen de
comenzar los recortes por los más débiles, por los que menos
responsabilidades han tenido en la catástrofe, parece difícil creer que
la falta de ética (de competencia, mesura, transparencia y
responsabilidad) no tiene nada que ver con todo esto y que sólo la mala
suerte económica nos ha llevado donde estamos.
Pero como tal vez la principal característica del ser humano es la
libertad, la capacidad de tomar la iniciativa, de coger las riendas de
la propia vida, personal y compartida, es urgente emprender medidas que
ayuden a cambiar el desmoralizador curso de las cosas, y quisiera
proponer al menos las siguientes.
Optar por la verdad y la transparencia sería una de ellas. La sana
costumbre de contar desde el poder político y el económico lo que ocurre
y proponer lo que podemos hacer, explicando el proyecto que se tiene
por delante.
Poner tasas a las transacciones financieras, en este mundo de
capitalismo financiero, que es preciso replantear radicalmente. Si es
cierto que el capitalismo emprendedor se transformó en el corporativo y
desde mediados del siglo XX en capitalismo financiero, limitar su
expansión es urgente y, como mínimo, utilizar sus recursos para los peor
situados.
Apostar por la ejemplaridad, ejercer de forma ejemplar la función
política, la judicial, la actividad de la empresa y la de cualquier
profesión, no como algo excepcional, sino como un sobrentendido.
No empezar por recortar por lo más fácil, por los más débiles, sino
por exigir la devolución de lo que se ha robado y reducir los sueldos de
los implicados en la mala gestión.
Proteger a los más vulnerables, a los enfermos, los inmigrantes, los
dependientes, los países en desarrollo, los niños porque es su derecho
de justicia, amén de una elemental obligación de solidaridad.
Acometer medidas de crecimiento, generadoras de empleo, que para
quienes cuentan con capacidad creadora no tienen porqué ser
incompatibles con los ajustes.
Tratar de recordar lo que nos une y respetar lo que nos separa,
porque agitar sólo lo que puede separarnos es, hoy más que nunca, letal.
Adela Cortina
Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
CCS (Centro de Colaboraciones Solidarias)
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