Recientemente publiqué un artículo crítico de las tesis a favor del decrecimiento (“El movimiento ecologista y la defensa del decrecimiento”) en mi columna Dominio Público del jueves en Público
(29.08.13), que ha generado una larga y extensa respuesta. En dicho
artículo aplaudía al movimiento ecologista progresista por su
extraordinaria labor concienciando a la ciudadanía del enorme daño que
se está produciendo en el bienestar de la población a través de cambios
en el ambiente. Alertaba, también en el mismo artículo, del peligro que
suponen algunas voces dentro del movimiento ecologista conservador (que
también existe) que, según indicaba, podrían ser utilizadas (incluso, en
ocasiones, en contra de su deseo) por fuerzas regresivas que estaban
deteriorando aquel bienestar popular.
La respuesta al artículo,
expresada con bastante intensidad, incluía (además de los predecibles
insultos y sarcasmos) observaciones que exigen una respuesta,
precisamente por el respeto que me merece la mayoría de movimientos
ecologistas existentes en España. Dos de ellas merecían especial
atención. Una era que los datos que yo utilizaba eran fácilmente
refutables (sin nunca señalar cuáles) y otra (expresada con gran
condescendencia) era que yo desconocía el tema, consecuencia de haber
escrito sobre estos temas desde hace poco tiempo (sin señalar tampoco
dónde estaba tal desconocimiento). Eran, pues, críticas genéricas,
carentes de especificidad.
Veamos ahora los datos. Los
que utilicé procedían, todos ellos, (como indiqué y cité en mi artículo)
de mi buen amigo Barry Commoner, fundador del movimiento ecologista
progresista estadounidense, citando las fuentes de estos datos. Siempre
tuve plena confianza en la credibilidad científica de Barry Commoner, y
no tengo ningún motivo o evidencia para cambiar de parecer. Y ninguno de
los que consideran esos datos como erróneos (incluyendo a los
comentaristas a los que me refiero) aporta ninguna evidencia que los
cuestione. Los datos, pues, continúan mostrando que Commoner llevaba
razón en su crítica a Paul Ehrlich (el ecologista maltusiano conservador
que todavía ejerce gran influencia en el movimiento a favor del
decrecimiento). Otras críticas de mi artículo intentaban enseñarme lo
malo que es el consumismo para la sociedad, ignorando lo mucho que he
escrito y criticado precisamente sobre ello. Es irritante que personas
emitan toda una serie de críticas sin haber antes leído al autor al cual
se quiere criticar.
En cuanto a no conocer el
tema y ser nuevo en este barrio ideológico, quisiera informar al lector
que mi crítica a ese movimiento decrecimiento (que a veces coincide con
el anticrecimiento) se remonta nada menos que a los años setenta del
siglo pasado. Mi crítica a Ivan Illich, muy influyente (por no decir el
autor más influyente) en este movimiento, y maestro del que se considera
actualmente el padre de tal movimiento, Serge Latouche, (tal como dicho
autor indica en una reciente entrevista –Entrevista a Serge Latouche en
Papeles nº 107. 2009-) es bien conocida en el mundo anglosajón.
El debate Navarro-Illich fue una experiencia periódica en centros
académicos de EEUU en los años setenta. Y mi artículo “The
Industrialization of Fetishism or the Fetishism of Industrialization: A
Critique of Ivan Illich.” Social Science and Medicine 9: 351-63, 1975, publicado también en el International Journal of Health Services, fue ampliamente distribuido y traducido a doce idiomas. Una versión en castellano apareció en mi libro La Medicina bajo el Capitalismo (debido a la actualidad de la figura de Ivan Illich, he colgado este artículo en mi blog www.vnavarro.org).
El tema del decrecimiento no es nuevo. Se remonta a hace ya muchos
años. La terminología cambia, pero la sustancia es la misma. En
realidad, es curioso ver como la historia se repite. En los años
setenta, el enemigo de Ivan Illich era la “industrialización”. Hoy se
llama el “crecimiento”. Según Illich, todas las sociedades convergían
hacia la industrialización, que rompía con un orden anterior mejor. Esta
industrialización invadía todas las esferas humanas, incluyendo también
las áreas sociales como medicina, educación, etc. Así, en medicina,
Illich creía que los servicios sanitarios, bajo el mandato –según él- de
la profesión médica, estaban y continúan robando al paciente su propia
autonomía y capacidad de control de sí mismo. De ahí que estuviera en
contra de la universalización de los servicios sanitarios, llegando
incluso a afirmar que “disminuir el acceso de las personas más pobres
y vulnerables a los servicios sanitarios es, en contra de la retórica
de consumo político, bueno para ellos”. Y por si no quedara claro,
consideraba el establecimiento del Servicio Nacional de Salud, por el
gobierno laborista británico en los años cuarenta en el Reino Unido,
como un paso negativo, no positivo. Según esta tesis, los gobiernos que
hoy están recortando y eliminando los servicios públicos sanitarios
están haciendo un bien a los pobres y vulnerables (a los lectores que
crean que estoy simplificando la postura de Illich, les recomiendo que
lean mi crítica detallada de tal autor colgada en mi blog, donde página
por página indico el lugar de sus textos donde aparecen las citas que
utilizo). En realidad, Illich estaba diciendo lo que el gran
reaccionario Presidente Nixon estaba diciendo casi durante el mismo
periodo: “no preguntes qué puede hacer el Estado por ti, pregúntate, en cambio, qué es lo que puedes hacer para ti mismo”.
En mis trabajos (ver La Medicina bajo el Capitalismo) había
mostrado que los sistemas sanitarios pueden reproducir relaciones de
poder que opriman a la ciudadanía, mostrando ejemplos de ello. Pero
deducir de ello, como hace Illich, que los servicios sanitarios son
intrínsecamente instrumentos de control y explotación me parece un
enorme error. La universalización de los servicios sanitarios ha sido
una gran conquista de las clases populares en la mayoría de países donde
ello ha ocurrido. Que un sistema sanitario sea un mecanismo de control,
creador de dependencias, depende de quién controla y gobierna esos
servicios sanitarios que configura, a la vez, la dinámica de tales
servicios.
Y lo mismo ocurre en cuanto al crecimiento. Que un crecimiento sea
dañino o no depende de quién controla y para qué objetivos existe tal
crecimiento. Hay crecimiento necesario para atender las necesidades
humanas, y hay crecimiento para acumular capital. Los dos no se pueden
poner en la misma categoría. Crecimiento no es intrínsecamente positivo o
negativo. Depende. Y dentro de un mismo proceso de crecimiento hay
componentes positivos y otros negativos.
Las teorías del decrecimiento
Lo cual me lleva al análisis de su discípulo Serge Latouche. Este
considera que su modelo es una sociedad convivial, el mismo término que
utiliza Illich, una sociedad como la existente en Laos cuando él la
conoció (es el país que Latouche utiliza como punto de referencia, pues,
por lo visto, fue donde se generó su interés en el decrecimiento) (ver
entrevista citada) antes de que “estuviera invadida por el conflicto y
la guerra entre EEUU y las guerrillas marxistas”. Vale la pena citar sus
propios comentarios:
“Fue en Laos donde se produjo el cambio de perspectiva en
1966-1967. Allí descubrí una sociedad que no estaba ni desarrollada ni
sub-desarrollada, sino literalmente “adesarrollada”, es decir, fuera del
desarrollo: comunidades rurales que plantaban el arroz glutinoso y que
se dedicaban a escuchar cómo crecían los cultivos, pues una vez
sembrados, apenas quedaba ya nada más por hacer. Un país fuera del
tiempo donde la gente era feliz, todo lo feliz que puede ser un pueblo.
Pero ya se veía venir lo que iba a ocurrir, y que de hecho está
ocurriendo en el momento actual: que el desarrollo iba a destruir esta
sociedad que, aunque no fuera idílica (no existe ninguna sociedad
idílica), poseía una especie de bienestar colectivo, de arte de vivir,
refinado a la par que relativamente austero, pero en cualquier caso en
equilibrio con el medio ambiente. El conflicto entre los estadounidenses
y los comunistas iba a atraparlos entre dos fuegos e iban a ser
desarrollados o subdesarrollados a su pesar, y su equilibrio, su sistema
social vernáculo, iba a resultar destruido. Eso fue lo que me condujo
de alguna manera a cambiar de parecer y a tomar conciencia del carácter
etnocéntrico del desarrollo, incluyendo su versión marxista, es decir,
socialista.”
Este párrafo, sin embargo, tiene problemas conceptuales graves, muy
graves. Lo que Latouche considera una sociedad convivial era, ni más ni
menos, una sociedad feudal, enormemente explotadora de sus habitantes,
con uno de los peores indicadores de salud y bienestar social de aquella
región, lo cual causó el surgimiento de la guerrilla marxista. Es obvio
que Latouche idealiza aquel pasado.
La confusión de los términos
Los autores favorables a las tesis que apoyan el decrecimiento y en
ocasiones, incluso, la paralización del crecimiento, confunden
crecimiento con crecimiento capitalista. Y asumen que no hay otra forma
de crecimiento. Se me dirá –como ya se me ha dicho- que esto no es lo
que están pidiendo. Si es así, que cambien la narrativa y el lenguaje.
Si son anticonsumistas en un sistema de producción capitalista, que se
presenten como tales. Ahora bien, si éste fuera el caso, deberían
conocer los enormes debates que ocurrieron en el movimiento socialista
entre aquellos que consideraban los medios de producción neutros,
reduciendo la transformación al socialismo como un proceso encaminado a
mejorar la distribución de los recursos del crecimiento sin cambiar los
medios de producción, y aquellos que consideraban que los medios de
producción no eran neutros sino que reproducían las relaciones
existentes en el modo de producción. Para estos últimos, el socialismo
era un cambio, no solo en la distribución, sino en la producción.
Esto se decía y se debatía mucho antes que Illich, Latouche y otros
lo debatieran. En realidad, hubo luchas tremendas con vencedores y
vencidos en este debate, con enormes consecuencias para el futuro de
aquellos países. Es obvio que estos autores desconocen estos debates y
estas realidades. Los enormes debates sobre el porqué del fracaso de la
Unión Soviética (ver mi libro Social Security and Medicine in the USSR,
prohibido en la Unión Soviética, escrito en 1977), sus diferencias con
la revolución china, sobre la revolución cultural, sobre la lucha de
clases dentro del socialismo, eran precisamente luchas de cómo construir
una sociedad comunal que se centrara en los cambios, no sólo en la
distribución de recursos, sino en la producción de tales recursos. Tal
objetivo sería más relevante que el mero deseo de volver a un pasado que
creen que, erróneamente, era mejor. Barry Commoner fue el continuador
de este debate que es francamente más útil que el de añorar el pasado.
Vicenç Navarro
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
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